En el principio, antes de la
existencia del espacio y el tiempo, la nada lo era todo en aquel basto e
infinito vacío. Y por algún momento siempre fue así. De pronto, la
inestabilidad y la movilidad irrumpieron en aquella “aparente” paz, haciendo
que la energía, en su forma más elemental y primitiva comenzará a intentar
escapar de sí misma y liberarse en aquel, hasta ese entonces, tétrico y obscuro salón de juegos. Fue así como un día,
el universo nació producto del proceso de liberación de energía en el centro de
lo que en aquel momento conocíamos como la irresoluble e inhóspita nada.
La explosión producida generó
enormes e infinitas descargas de energía en cada rincón del recién nacido
cosmos. Tuvieron que pasar miles de millones de años para que lo que hoy en día
conocemos como nuestra galaxia se formara y junto con ella, nuestro mundo.
Después de la irrupción cósmica, la materia se encontraba desordenada y esparcida
sin rumbo fijo en el interminable espacio, y a través de la combinación de la misma
con otras substancias se fueron formando meteoritos, cometas y asteroides que
impactaron los unos con los otros para dar origen a las grandes masas que hoy
en día conocemos como planetas.
La vida en nuestro vecindario
hasta aquel entonces siempre fue caótica, y producto de dicha hiperactividad,
surgieron las condiciones básicas para el nacimiento de nuevas estrellas y por
ende, de nuestro Sol, astro que mantiene en equilibrio nuestro grupo local de
planetas. Sin lugar a dudas, la evolución estelar ha sido posible a través de
los últimos 13,000 millones de años, y hoy en día es imposible negar la
posibilidad de que aún nos encontremos en esa fase inicial de crecimiento
universal.
A medida el Universo fue creciendo,
con él llegaron también los procesos de “relevo” selectivo y algunas estrellas
sucumbieron sobre su propio núcleo, dando paso a nuevas y diversas formas de
germinación espacial. Formando así los
grandes cúmulos galácticos, semilleros de nuestro cosmos donde cada 20 segundos
nacen miles de estrellas más.
Las primeras galaxias trajeron
consigo el agrupamiento de múltiples e infinitas estrellas, planetas errantes y
sistemas solares complejos, donde al menos existía un planeta en el cual
pudiera germinar la vida tal cual la
conocemos y una estrella sobre la cual estos recién nacidos entes planetarios
pudieran definir sus órbitas. Y fue así como la gravedad se convirtió en el hilo invisible que mantenía atadas las redes de planetas y galaxias después de
sus tan accidentados génesis.
Y en el principio todo ello fue
bueno.
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