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¿Son acaso la vida y la muerte un juego de niños?


Eran las 8 de la noche, cuando entre gritos y golpes a la puerta de la parroquia, Simón, el hijo menor de José, el carpintero del pueblo, clamaba a mí desde la calle.

-¡Padre Rubén, mi papá agoniza! -Gritaba desesperadamente el menor de los Lara Erazo.

De un momento a otro, bajé corriendo precipitadamente las gradas a pesar de mi avanzada edad, escapando en un par de ocasiones a caer de bruces cuesta abajo.

-¿Qué es lo que decís, hijo mío? -Pregunté al desorbitado Simón una vez había abierto la puerta.

-Mi papá agoniza, padre, y pide su presencia para que lo confiese antes de partir.

-Espérame un momento, me alistaré y salimos inmediatamente. Tomá las llaves de la bodega y sacá la bicicleta, que nos vamos enseguida.

En cuestión minutos, recorrimos medio pueblo hasta llegar a la casa de la familia Lara, donde José tenía su modesto taller de ebanistería, el único existente en el pueblo.

-¡Dios bendiga, padre!, ¡Gracias por venir!

-¡Te bendigo, hija! Me disculparás, pero he venido lo más pronto posible. ¿Dónde está tu marido?

-En el cuarto, padre. Dice que ya no da para más.

-Pero, ¿desde cuándo ha caído enfermo?

-Desde hoy en la tarde, padre, sin previos malestares cayó con fiebre y delirios a eso de las 6 de la tarde mientras yo preparaba la cena y no se volvió a levantar de la cama.

-Comprendo. Déjame entrar y hablar con él.

Después de hablar con Dolores, la mujer de Lara, ingresé a una de las habitaciones de la casa, escasamente alumbrada por un par de veladoras ubicadas en una mesita al costado izquierdo de la cama y con las figuras de nuestro señor Jesucristo, San José y nuestra madre, la Virgen María.

-Qué bueno que ha venido, padre. -Y haciendo un ademán con su mano, José me hizo acercarme lo más próximo a él para contarme algo a manera de secreto- ¡El señor ha venido por mí!

-Pero, ¿por qué decís eso, hijo?

-¿Acaso no lo ve, padre Rubén? -Susurró José a mi oído- Está allí, en la esquina de la cama, sentado, viéndonos conversar y con una sonrisa de cien a cien.

-José, estás delirando, hijo mío.

-¡No, padre!, ¿Cómo va a creer usted? El señor está aquí, esperando que usted me confiese para llevarme con él a un lugar mejor. -Me dijo con un inexplicable brillo en sus ojos, pero, a la vez miedoso y dubitativo.

De pronto, como por arte de magia, un gran ventarrón ingresó por la ventana y apagó las velas que iluminaban el cuarto, y José, gritó frustrado:"¡Padre, el señor se ha ido!".

Pasaron dos horas para que José se quedara completamente dormido, después de haberme descrito su encuentro cercano con la muerte.

Luego de despedirme de la familia Lara y regar con agua bendita la casa, como dicta el protocolo, me dirigí hacia la casa parroquial, donde, me esperaba una larga noche antes de recibir el nuevo día y con él, la misa dominical. Mis parpados desfallecían ante el inminente cansancio que para las 11:30 de la noche se había apoderado ya de mi viejo cuerpo.

Al día siguiente, Anselmo, el monaguillo, a eso de las 6:30 de la mañana, ya se encontraba haciendo el respectivo aseo de la iglesia, mientras yo, me había instalado en el confesionario para recibir cualquier alma que quisiera hacer las paces con nuestro señor Dios antes de la misa.

Unos minutos más tarde, ingresó a la capilla un joven alto de cabello largo y tez morena, mismo que se dirigió directamente hacia donde yo me encontraba y se instaló en el banquillo para iniciar la confesión de sus pecados.

-¡He pecado, padre! -Me dijo con una voz ronca y de resonancia increíble.

-¿Cuáles son tus faltas, hijo?

-Anoche he querido llevarme a uno de sus feligreses sin previa justificación.

-Sé más preciso, hijo, pues no entiendo de qué me hablás.

-He intentado arrebatarle la vida a José, el carpintero del pueblo. -De pronto, un escalofrío comenzó a recorrer todo mi cuerpo y sin medir consecuencias arrojé la biblia contra la puertecilla que me daba acceso a la pequeña cabina cural.

-Pero, ¿cómo sabes tú eso, si tan sólo la familia Lara y yo sabemos lo sucedido la noche de ayer?

-Mi omnipresencia me lo permite, padre. Soy yo, él que ustedes llaman "Dios", pero, en ese momento me encontraba haciendo una de mis funciones menos reconocidas. -Me dijo con una leve sonrisa en el rostro- Soy la muerte, padre. Y ya que ayer no pude llevarme a José, he venido por usted. No lo tome como algo personal, lo de ayer fue un accidente, pero, hoy he de equilibrar la balanza, y después de servir la misa, me los llevaré a los dos, tanto a usted como al viejo carpintero, pues me han visto, y eso, bajo mi código ético, es imposible dejarlo así.

No había palabras en mi boca para contestar a aquella confesión, mi fe se encontraba en crisis, pues aquel hombre me había sentenciado a morir dentro de algunas horas y aunque mi vida, no había sido del todo mala, consideré, no era esa la forma en la que me habría gustado morir. Todo parecía una mala broma del demonio, pero, aquellas palabras y la sensación experimentada por mi cuerpo, me llevaron a cuestionar si aquello era realmente un sueño o la peor de las pesadillas.

Eran las 9:25 de la mañana cuando me disponía a ascender al púlpito e impartir la Santa palabra de nuestro señor, pero, una duda, más que racional, se adueñó de mi mente y me llevó a cuestionarme si realmente era justo morir después de cumplir con aquella santa encomienda por parte de nuestro Dios, y me dije a mí mismo: debo afrontar las consecuencias.

El reloj marcaba las 10:35 cuando ingresó a través de la puerta de la iglesia aquel mismo hombre que horas antes estuviera postrado frente a mí confesando su identidad y la magnitud de su poder. Si este era "Dios", mi alma le temía, y se retorcía en mi cuerpo al verle llegar.

Y fue entonces, cuando haciendo uso de mis últimos momentos sobre la Tierra, le pregunté: ¿Son acaso la vida y la muerte un juego de niños? 

A lo que él contestó:"Sí. Y soy yo quien decide cómo y cuándo jugarlo".

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