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De Azucenas y Joaquín.


Capítulo I 


Azucena

Una mañana de Abril, los botones comenzaban a reventar y de ellos saltaban color alegría cómo en noche de pomposo carnaval las flores más bellas que un mortal pudiese imaginar en aquel pueblo alejado de todo el bullicio y de la tan dañina contaminación humana. La primavera cumplía ya un mes, y con ella nacía algo difícil de imaginar, una vida, vista desde un concepto singular. Sin embargo, perpetua y de impacto irracional. Azucena, en honor a la flor más prolífera de aquel lugar, fue nombrada la hija menor de don Juan Esteban Iturralde y doña Gracia María de la Trinidad, ambos floricultores de profesión, en aquel pueblo llamado Villa Hortensia de Los Ángeles, patrona y señora de dicha civilización.

La pequeña nació de cabello castaño, ojos grandes color café claro y de tez blanca, nariz larguirucha y frente amplia. Escasa de cabello y con móllera pronunciada, alegre y juguetona desde el primer minuto en el mundo una vez consumado su alumbramiento. Antonio Lara, médico del pueblo que había atendido el parto de Gracia María, con todo el placer del mundo a la concurrencia reunida fuera de la recámara anuncio el nacimiento de una bella y hermosa niña.

La emoción y la algarabía se apoderó de todos en aquella casa. Desde los patrones y familiares, hasta los mozos y jornaleros que trabajaban en el cultivo de Azáleas, Rosas, Claveles, Dalias y Azucenas. Tal fue la conmoción, que en un arranque de éxtasis, don Esteban declaro feriado en la hacienda e invitó a magnánimo convivio a todos sus empleados y amigos allegados en el pueblo. Sin lugar a dudas, todo cambio desde aquel día en la vida de los Iturralde y de la Trinidad.

Procedentes de una familia relativamente acomodada, Esteban y sus hermanos heredaron el negocio familiar, y por su estatus lograron escalar humildemente entre los señores de Profundidades, haciéndose nombre en el mercado de la floricultura y con grandes honores ante la sociedad capitalina en aquel país ubicado en el corazón centroamericano.

La pequeña Iturralde desarrollo sus estudios en casa, debido a que en el pueblo no existía escuela y únicamente los hijos de las familias económicamente más favorecidas cursaban la primaria y en menor grado la secundaria, ya que el traslado a las ciudades representaba mayor inversión que pagar tutorías privadas con viejos maestros de la comunidad.

La niña Azucena creció bajo el amor y el culto al arte, sensible a los detalles, y fiel a sus deseos, empleaba junto a su madre gran parte de sus días a la lectura y practica empírica del canto, el drama y las artes plásticas. 

A sus 8 años cantaba como una Mercedes Sosa, con timbre grave e inconfundible entre el resto de las niñas de su misma edad, incorporándose al coro local de la basílica de San Judas Tadeo, dirigida por el Padre Juan Agustín Montalván, clérigo español nombrado por la arquidiócesis de Yuruma para hacerse cargo de las almas de aquel lugar.

Pintaba como un Salvador Dalí tomando del entorno el todo y representándolo surrealistamente y con impresionante frenesí. Actuaba con apasionada teatralidad cada una de las facetas de su vida como si se tratara de la interpretación del Romeo y Julieta de William Shakespeare, plasmando a grandes rasgos sus dotes de interrelación y manipulación de las obras hasta convertirlas en La Bella y la Bestia o Lo que el Viento se Llevó… dándole finales inesperados a cada una de ellas, las cuales representaba al pie de la letra y con la mayor e indescriptible devoción.

A sus 12 años, su padre decidió enviarla a la capital junto a Elena, su hermana mayor, para que se iniciara en la Escuela de Artes Plásticas de dicha ciudad, valga resaltar, la más importante de la región para aquel entonces. Desde allí nunca se volvió a saber más de aquella niña carente de malicia, pero sí de la huérfana de inocencia y de gran elocuencia, como podían constatar sus padres en cada una de las cartas que mes a mes les redactaba contándoles al pie de la letra los detalles de su evolucionar artístico, más no del de su personalidad. 

Azucena ya era toda una señorita capaz de razonar y diferenciar entre el bien y el mal. Su primer novio fue Abraham Ávila, músico de banda y contrabajista en la Orquesta Nacional Sinfónica, quien la doblaba en edad contando ella con tan sólo 14 años. Sus primeras obras en el mundo de las artes plásticas dejaron boquiabiertos a todos los instructores de la Escuela de Bellas Artes, ganándose así el visto bueno de la mayor parte de los benefactores de dicha institución para seguir cursando sus estudios a nivel superior en la máxima casa de estudios de Profundidades.

A edad temprana, su mala relación con su cuñado la llevo a dejar por residencia la casa de Elena, su hermana, quien a pesar de las pruebas argumentadas por Azucena, jamás creyó en ella, obligándola prematuramente a independizarse en aquel mundo lleno de adultos y un sinnúmero más de bestias.

Para ella, su verdadera aventura acababa de comenzar.

La situación política del país no atravesaba su mejor momento. La guerra fría había traído consigo diferentes procesos revolucionarios a América, y producto de dicha tensión, las juventudes de aquel momento le apostaron al proceso de la insurgencia popular organizándose en los partidos Comunistas existentes durante aquella coyuntura histórica.

Azucena, por su lado, decidió mantenerse al margen de dichos procesos en su etapa inicial, ya que ante el sistema moral infundido por sus padres aquellas ideas representaban traición y desobediencia para con sus progenitores, por lo que únicamente se acomodó en la butaca de espectadora de la realidad sociopolítica de la nación y enfocó sus esfuerzos a su formación artística y académica antes que a su fortalecimiento ideológico. 

Sus características pequeño burguesas de la infancia la contrastaron con la realidad circundante de la vida diaria en Profundidades. Muchos de sus amigos y compañeros de estudios fueron llevados por parte de los cuerpos militares a desarrollar el tan temido servicio militar obligatorio, de los cuales sólo aquellos con responsabilidades maritales se libraban.

Durante sus primeros dos años en la capital desarrollo una doble vida que la llevo a posicionarse en el mundo artístico, y fue de esa manera que logró convertirse en una de las promesas de aquel entonces.

Su rutina comenzaba a las cinco de la mañana, incorporándose a sus estudios formales y durante las noches, cantaba en la Cantina de don Leo, bar en el que su novio laburaba como músico asalariado y director del conjunto. Su voz y perseverancia le permitieron adquirir autonomía económica de su familia y así controlar por sí misma sus gastos e inversiones en el mundo capitalino de aquel momento.

A sus 16 años Azucena era ya una mujer curtida de experiencias y jugada de la vida en aquel país donde el no ser hombre representaba una “debilidad”. A medida fue pasando el tiempo su conciencia y razonar político fue madurando y generando en ella el despertar del ser, fue así como conoció su verdadera y única vocación, la militancia política.

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